Hoy celebramos la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, y para todos los que hemos creído a Dios es una fecha culminante, porque como dijo el apóstol Pablo: “si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados...Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho” (1ª Co 15:17,20).
Nuestra fe y nuestra esperanza se fundamenta en este acto de victoria frente a la muerte, porque si la muerte vino por el pecado, la vida eterna viene por la resurrección de esa muerte.
Pero este día no simboliza sólo algo de gozo para nosotros mismo, sino algo que debe ser proclamado. Cuando Jesús ascendió a los cielos, entre sus últimas palabras dijo: “recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.” (Hechos 1:8)
Jesús indicó lo que debía ser importante para nosotros, no le preocupaba que supiéramos “los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad”, lo que a él le importaba era que cuando estuviéramos capacitados por el Espíritu Santo, fuéramos testigos desde lo más cercano a lo más recóndito del mundo.
Pero, ¿de qué debíamos ser testigos? Debíamos ser testigos de su resurrección, como prueba viva de ese poder que obró en Jesús para levantarlo de entre los muertos. Y esto lo vemos así en la palabra de Dios, porque cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo, Pedro lo testificó así: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hch. 2:32)
Por ello, este día debe ser un recordatorio de lo que debemos de ser: Testigos de su resurrección.
Demostrando con nuestra vida de quién somos testigos y quién nos capacita para vivir y servir según la voluntad de nuestro Hacedor y Salvador.
Qué no sea un día de huecas palabras sin un testimonio vivido que lo respalde, sino un día que refuerce nuestro andar, nuestro compromiso con Dios ante su demanda y nuestra entrega, no ante ningún hombre sino ante aquel que por su resurrección obró nuestra redención perfecta, completa y eterna.
Nuestra fe y nuestra esperanza se fundamenta en este acto de victoria frente a la muerte, porque si la muerte vino por el pecado, la vida eterna viene por la resurrección de esa muerte.
Pero este día no simboliza sólo algo de gozo para nosotros mismo, sino algo que debe ser proclamado. Cuando Jesús ascendió a los cielos, entre sus últimas palabras dijo: “recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.” (Hechos 1:8)
Jesús indicó lo que debía ser importante para nosotros, no le preocupaba que supiéramos “los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad”, lo que a él le importaba era que cuando estuviéramos capacitados por el Espíritu Santo, fuéramos testigos desde lo más cercano a lo más recóndito del mundo.
Pero, ¿de qué debíamos ser testigos? Debíamos ser testigos de su resurrección, como prueba viva de ese poder que obró en Jesús para levantarlo de entre los muertos. Y esto lo vemos así en la palabra de Dios, porque cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo, Pedro lo testificó así: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hch. 2:32)
Por ello, este día debe ser un recordatorio de lo que debemos de ser: Testigos de su resurrección.
Demostrando con nuestra vida de quién somos testigos y quién nos capacita para vivir y servir según la voluntad de nuestro Hacedor y Salvador.
Qué no sea un día de huecas palabras sin un testimonio vivido que lo respalde, sino un día que refuerce nuestro andar, nuestro compromiso con Dios ante su demanda y nuestra entrega, no ante ningún hombre sino ante aquel que por su resurrección obró nuestra redención perfecta, completa y eterna.